En mi infancia recuerdo que despertaba todas las mañanas con la misma imagen, los títulos de crédito con los que mis sueños terminaban, y con los frágiles ecos de una grandiosa banda sonora , digna de las grandes producciones de Hollywood.
Era un gesto que humildemente y sin demasiadas expectativas, trataba de dilucidar cuál era la explicación ante tan cinematográfica costumbre, esa cara podría corresponder a la de un ser humano ante la inquietud de un futuro incierto, rendido tal vez a su más insignificante existencia. En la opinión de otros, quizás, podría ser una miraba sabia, pero preocupada respecto a un enigma lejos de resolver, y quizás también para otros, podría pertenecer a la de un misterioso personaje sacado de una película de David Lynch, ese gesto casi anciano en el rostro de un niño, algo que no era extraño en la atmosfera que se respiraba en esos sueños, pues eran de otra dimensión.
Mis sueños eran como largometrajes, pero no solo en cuanto a “la película”, a veces en color, otras en blanco y negro, sino por todo lo que rodea al séptimo arte; la producción, la escenografía, la fotografía, la extravagante vida de los actores y las actrices, la locura del director, los extras – los cuales a veces eran miembros de mi familia - , vestuario, catering, iluminación, y por supuesto, guión.
El guión de esos sueños era algo muy importante, no solo porque el Texto es el alma de una película, o de un sueño en este caso, sino porque eran verdaderas adaptaciones de vivencias personales que se modificaban para el ocio y disfrute del espectador, osea de mi mismo.
Pero sin duda, lo que siempre me llamó la atención fueron las localizaciones, todos los sueños se filmaban en una ciudad inventada, creada solo y exclusivamente para estos sueños de película. Cada rincón era un lugar conocido por mí, miles de esquinas y paisajes de diversos lugares se unían en perfecta sintonía, creando una ciudad imposible y laberíntica, la cual conocía como la palma de mi mano; los jardines de la Victoria a las faldas de la Alhambra; un puerto de carga donde en las peores noches crujía la madera al escucharse los pasos de un terrible matón que venía a saldar viejas cuentas, todo eso, se encontraba justo enfrente del Retiro de Madrid donde ya era de día.
Cuando uno de los protagonistas estaba en apuros, yo sabía cómo ayudarlo, yo era el mejor amigo que cualquier personaje dentro de esa película podía tener. Eso sí, siempre que no hubiera un ascensor, si eso ocurría, quedaba paralizado, ya no era dueño de la historia, en ese momento el sueño se convertía en pesadilla.
Ya por entonces los ascensores eran un medio de transporte siniestro y letal para mis sueños. Nunca pude controlarlos, era como si el destino de los mismos en la película hubiera sido escrito por otras manos, eran “el elemento externo” de toda historia, lo desconocido e impredecible, eso representaban los malditos ascensores. Si al despertar una mañana, sentía el escalofrío del suspense, eso había sido sin duda, porque un ascensor había protagonizado una de las secuencias centrales de la historia, aun puedo recordar ese sudor frio que acompañaba las últimas letras de los títulos mezclándose con la voz de mi madre pronunciando mi nombre para que despertara.
Aun hoy, algunas noches, los ascensores me acompañan velando mis sueños, con ese sonido metálico y discontinuo, intentando hacerme recordar que no todo está controlado, que la historia siempre puede dar un giro inesperado.
Tal vez, aquella mañana fría del Madrid de los setenta, en la que mi madre y yo mirabamos al objetivo de esa cámara, me sentí un personaje de la historia de cualquier sueño, indefenso y modificable, un nombre más en los títulos de crédito en el despertar de cualquiera.